Historia de profanación 

19.08.2021

GEMA MEXICANO

Radica en Guadalajara, México. Es estudiante de la licenciatura en Letras Hispánicas. Ha publicado en Revista Estrépito y Revista Tlacuache. Ha participado, además, como tallerista en Luvina Joven por parte de la revista Luvina.

Estás frente al altar ahora mismo. Aún no ha llegado la hora. Tu vestido blanco sigue siendo blanco y tus tacones te mantienen estática. El dolor que sientes bajo tus pies es el nacimiento de la laceración que tu cuerpo padecerá en los siguientes años de tu vida. A pesar de tener que equilibrar todo tu peso en una postura para la que tu ergonomía no está diseñada, sonríes. Todos te miran y por eso estás aquí. Nadie parece ser demasiado franco. Sus sonrisas no reflejan la verdad de lo que está por suceder. Respiras profundo, como si con el corsé ceñido al ras de tus costillas fuera posible. Lo miras de frente. Cuánto lo envidias. Nunca conocerá el temor y la incomodidad. Sus zapatos no lo obligan a mantenerse erguido sobre el aire y las miradas no lo invaden a él.

Eres la única con una prenda blanca bajo la bóveda de esa catedral. Hace varios minutos, frente al espejo, aquel vestido reverberaba la luz del sol que entraba por el ventanal. Al observar sus costuras y los finos detalles, te convenciste de que su diseño atendía a un fin puramente estético. Mírate, eres una obra de arte. Y tu madre no pudo evitar derramar una lágrima sobre su mejilla. Ahora mismo sabes que la longitud de la tela y la fuerza aplicada a las varillas del corsé tienen un segundo propósito.

Aún no lo hagas. Todavía no es hora. Ya te dije que todos te observan. ¿Cómo vas a pasar desapercibida en medio de aquel grupo? No lo harás ¿Qué dirán tu madre y tus hermanas cuando vean que has arrojado el ramo de camelias que te prepararon con tanto esmero? Te acusarán de egoísta. Les darás la razón. Tu marido no invirtió la mitad de sus ahorros solo para conseguir que te vieras perfecta. Los vestidos de novia, ahora y siempre, han sido diseñados para que ninguna de nosotras pueda salir corriendo de la iglesia antes de que el sacerdote pronuncie las palabras esperadas.

En el altar, por encima de ti, puedes ver las figuras que tu madre siempre ha venerado. Reconoces el crucifijo que colocó sobre la cabecera de tu cama. No tengas miedo, mi niña. Y un beso sobre la mejilla te recordó la imagen de la mujer con manto verde frente a la que tu abuela lloraba. Tu madre lo aprendió de ella.

Cuando tu padre las abandonó, hubieras deseado no verla todas las tardes arrodillada frente a su doble. Por eso decidiste remplazar la imagen por un espejo. No hubieras querido que tu inocencia fuera castigada ese día. Desde entonces, desde que aprendiste a deletrear tu nombre, ella decidió que la acompañarías en sus rezos. Las palabras de la sagrada biblia pasaron de significar lo que significaban porque aprendiste a darles una nueva interpretación. Supliste la culpa por la esperanza. Pero eso tampoco era correcto. Cuando tu madre descubrió que alterabas las lecturas en voz alta, te llevó a confesar con el sacerdote de la iglesia. Te acusaste de profanar, aunque para entonces no sabías lo que eso quería decir. Pero disfrutabas deletrear aquellas letras en silencio. Más le hubiera valido a tu madre que desconocieras la profanación porque se te hizo hábito. Hoy volverás a quebrantar sus costumbres.

Ya casi es hora. Has ensayado esto otras veces. En tu cabeza. ¿Lo recuerdas? Cuando el hombre de la túnica diga la frase: Por el poder que Dios me confiere..., presionarás tu brazo derecho contra tu muslo. El líquido de la jeringa no tardará en regarse por tu sistema nervioso hasta que mantenerte en el aire te resulte imposible. El dolor será tolerable y después perderás toda noción de ti. Le arrancarás a los invitados la sonrisa de sus caras y avanzarán aterrados cuando vean que te desplomas en el suelo. Quince minutos. Ese es el tiempo que tendrás, sin que puedas hacer nada realmente. Tendrás que permitir, una última vez, que tu madre decida sobre ti. Llamará a la ambulancia. Cuando despiertes ella no estará ahí. Deberás asegurarte que vas en el carro correcto. "Unidad 351. Hospital San Pio". Al abrir los ojos, tus extremidades no responderán a tu cerebro. El dolor que te aqueje será el de la caída. El líquido ya habrá sido desechado por los receptores de tu cuerpo. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7. Siete segundos deberán de transcurrir en tanto observas la descripción de la unidad sobre ti, antes de recuperar la movilidad.

Cuando la luz matutina invada la ambulancia, entonces podrás deshacerte de los tacones y el vestido que te delaten frente a los paseantes de la ciudad. Alguien extenderá su brazo para darte una bolsa con ropa cómoda. Podrás correr libremente hasta reencontrarte con la mujer de cabello azul. Sabrás exactamente en qué punto la verás porque encontrarás un papel en tu bolsillo con la dirección del lugar que deberá estar a un kilómetro a la redonda del lugar en donde se miraron por primera vez. Es todo lo que tienes que saber. Podrás sentir la brisa de los abetos y deshacerte del anillo antes de subir al coche que las llevará de camino al aeropuerto. Ahí estarás tranquila. Pensarás quizá que la profanación es el único modo de vida en un espacio donde las costumbres pesan más que la voluntad propia.

Ya es hora. El sacerdote pronuncia las palabras esperadas y presionas tu mano derecha contra tu muslo. Lo haces con una fuerza bien medida, pero en lugar de sentir el dolor para el que estabas preparada, escuchas una palmada. Mueves tu mano en busca de la jeringa, pero no hay nada. Detrás de la tela del vestido solo está tu carne. Escuchas la sentencia Por el poder que Dios me confiere, yo los declaro marido y mujer. Miras a los ojos al hombre que ahora es tu marido buscando una respuesta. Sonríe inocentemente. No sabes si huir. Solo resta mirar al crucifijo y profanar en silencio.

Granuja revista / 2021
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